sábado, 18 de julio de 2009

Sobre evaluación






(De Pedagogia ignaciana -un planteamiento práctico)


(63) 5. LA EVALUACIÓN: Todos los profesores saben que es importante eva­luar de vez en cuando el progreso académico de cada alumno. Las pregun­tas diarias, las pruebas semanales o men­suales y los exámenes finales son in­strumentos usuales de evaluación para valorar el dominio de los cono­ci­mien­­tos y de las capacidades adquiridas. Las pruebas perió­di­cas informan al profesor y al alumno sobre el progreso intelectual y detectan las lagunas que es necesario cubrir. Probablemente este tipo de realimentación puede ha­cer consciente al profesor de la necesidad de usar otros métodos de ense­ñanza; y le brinda la oportunidad de estimular y aconsejar per­sonal­mente a cada alumno sobre su progreso académico (por ejemplo revisando los hábitos de estudio).

(64) La pedagogía ignaciana, sin embargo, intenta lograr una formación que aunque incluye el dominio académico pretende ir más allá. En este sentido nos preocu­pamos por el desarrollo equilibrado de los alumnos como «per­so­nas para los demás». Por eso, resulta esencial la evaluación periódica del pro­greso de los estudiantes en sus actitudes, prioridades y acciones acordes con el objetivo de ser una «persona para los demás». Probablemente esta eva­luación integral no ha de ser tan frecuen­te como la académica, pero ne­ce­sita programarse perió­dicamente, por lo menos una vez por trimes­tre. Un profesor observador captará, con mucha más frecuencia, señales de madu­rez o inmadurez en las discusiones de clase, actitudes de generosidad de los alumnos como reacción a necesidades comunes, etc.

(65) Existen muchas formas de evaluar el proceso de la madurez humana. Hay que tener en cuenta todo: la edad, el talento y el nivel de desarrollo de cada estudiante. En esto, las relaciones de respeto y confianza mutua, que siem­pre deberían existir entre profesor y alumno, son las que crean un clima propicio para hablar sobre la madurez. Hay métodos pedagó­gicos ade­cuados como el diálogo personal, la revisión de los diarios de los estu­dian­­tes, la autoevaluación de los propios alumnos en los diversos campos del crecimien­to, así como la revisión de las actividades de tiempo libre y el servicio voluntario a otros.

(66) Este puede ser un momento privilegiado tanto para que el profesor felicite y anime al alumno por el esfuerzo hecho, como para estimular una re­flexión ulterior a la luz de los puntos negros o lagunas detectados por el pro­pio alumno. El profesor puede motivarle a realizar las oportunas recon­si­de­raciones, haciendo preguntas interesan­tes, presentando nuevas perspec­ti­vas, aportando la información necesaria y sugirien­do modos de ver las cosas desde otros puntos de vista.

(67) Con el tiempo, las actitudes de los alumnos, sus prioridades y decisiones, pue­den ser investigadas de nuevo a la luz de experiencias ulteriores, cam­bios del entor­no, desafíos provocados por desplazamientos sociales y cul­tu­rales, o cosas semejan­tes. La manera discreta de preguntar del profesor puede sugerir la necesidad de realizar decisiones o compromisos más ade­cua­dos, lo que Ignacio de Loyola llama el «ma­gis». Esta nueva conciencia de la necesidad de madurar puede servir al alumno para emprender de nuevo el ciclo del paradigma de aprendizaje ignaciano.


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