(Pedagogía ignaciana - un planteamiento práctico, nº 14)
El P. General afirma nuestro objetivo cuando dice «pretendemos formar líderes en el servicio y en la imitación de Cristo Jesús, hombres y mujeres competentes, conscientes y comprometidos en la compasión».
Tal objetivo requiere una total y profunda formación de la persona humana, un proceso educativo de formación que intenta la excelencia; un esfuerzo de superación para desarrollar las propias potencialidades, que integra lo intelectual, lo académico y todo lo demás. Trata de lograr una excelencia humana cuyo modelo es el Cristo del Evangelio, una excelencia que refleje el misterio y la realidad de la encarnación, una excelencia que respete la dignidad de todas las gentes, y la santidad de toda la creación.
Hay bastantes ejemplos en la historia de una excelencia educativa concebida estrechamente, de gente muy avanzada desde el punto de vista intelectual, que al mismo tiempo permanece sin un adecuado desarrollo emocional, e inmadura moralmente . Estamos empezando a darnos cuenta de que la educación no humaniza necesariamente ni transmite valores cristianos a las personas y a la sociedad. Estamos perdiendo la fe en la ingenua idea de que toda educación, con independencia de su calidad, empeño o finalidad, conduce a la virtud.
Vemos cada vez más claro, por consiguiente, que si nuestra educación desea tener un influjo ético en la sociedad, debemos lograr que el proceso educativo se desarrolle tanto en un plano moral como intelectual. No queremos un programa de indoctrinación que sofoque el espíritu; ni tampoco tratamos de organizar cursos teóricos especulativos y ajenos a la realidad. Lo que se necesita es un marco en el que buscar la manera de abordar los problemas y valores de la vida, y profesores capaces y dispuestos a guiar esa búsqueda.
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