(De Pedagogia ignaciana -un planteamiento práctico)
(63) 5. LA EVALUACIÓN: Todos los profesores saben que es importante evaluar de vez en cuando el progreso académico de cada alumno. Las preguntas diarias, las pruebas semanales o mensuales y los exámenes finales son instrumentos usuales de evaluación para valorar el dominio de los conocimientos y de las capacidades adquiridas. Las pruebas periódicas informan al profesor y al alumno sobre el progreso intelectual y detectan las lagunas que es necesario cubrir. Probablemente este tipo de realimentación puede hacer consciente al profesor de la necesidad de usar otros métodos de enseñanza; y le brinda la oportunidad de estimular y aconsejar personalmente a cada alumno sobre su progreso académico (por ejemplo revisando los hábitos de estudio).
(64) La pedagogía ignaciana, sin embargo, intenta lograr una formación que aunque incluye el dominio académico pretende ir más allá. En este sentido nos preocupamos por el desarrollo equilibrado de los alumnos como «personas para los demás». Por eso, resulta esencial la evaluación periódica del progreso de los estudiantes en sus actitudes, prioridades y acciones acordes con el objetivo de ser una «persona para los demás». Probablemente esta evaluación integral no ha de ser tan frecuente como la académica, pero necesita programarse periódicamente, por lo menos una vez por trimestre. Un profesor observador captará, con mucha más frecuencia, señales de madurez o inmadurez en las discusiones de clase, actitudes de generosidad de los alumnos como reacción a necesidades comunes, etc.
(65) Existen muchas formas de evaluar el proceso de la madurez humana. Hay que tener en cuenta todo: la edad, el talento y el nivel de desarrollo de cada estudiante. En esto, las relaciones de respeto y confianza mutua, que siempre deberían existir entre profesor y alumno, son las que crean un clima propicio para hablar sobre la madurez. Hay métodos pedagógicos adecuados como el diálogo personal, la revisión de los diarios de los estudiantes, la autoevaluación de los propios alumnos en los diversos campos del crecimiento, así como la revisión de las actividades de tiempo libre y el servicio voluntario a otros.
(66) Este puede ser un momento privilegiado tanto para que el profesor felicite y anime al alumno por el esfuerzo hecho, como para estimular una reflexión ulterior a la luz de los puntos negros o lagunas detectados por el propio alumno. El profesor puede motivarle a realizar las oportunas reconsideraciones, haciendo preguntas interesantes, presentando nuevas perspectivas, aportando la información necesaria y sugiriendo modos de ver las cosas desde otros puntos de vista.
(67) Con el tiempo, las actitudes de los alumnos, sus prioridades y decisiones, pueden ser investigadas de nuevo a la luz de experiencias ulteriores, cambios del entorno, desafíos provocados por desplazamientos sociales y culturales, o cosas semejantes. La manera discreta de preguntar del profesor puede sugerir la necesidad de realizar decisiones o compromisos más adecuados, lo que Ignacio de Loyola llama el «magis». Esta nueva conciencia de la necesidad de madurar puede servir al alumno para emprender de nuevo el ciclo del paradigma de aprendizaje ignaciano.
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